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C U L T U R A

LEYENDAS Y CUENTOS

La realidad y la ficción se funden a veces en una tierra tan vieja como la civilización. Desde el pueblo prehistórico de la Cueva de los Murciélagos –siete mil años atrás, que añadían en sus ritos funerarios cápsulas de adormidera, posiblemente para hacer más fácil el tránsito a otro plano de existencia-, pasando por los personajes del griego Ulises, el califa Abderramán III, Muley Hacén, el Zagal, Boabdil, Abén Humeya,… y sus soldados, capitanes y caballeros que ya generan de por sí las suficientes leyendas, con sus hazañas, batallas y amoríos; le añadimos las que crea la fértil e inabarcable imaginación popular con duendes, fantasmas, brujas, princesas hechizadas, reyes enamorados, genios buenos y el de la “mala follá”, temibles diablos, molinos encantados, gigantes, negros guardianes de enormes espadas, tesoros ocultos,… y le sumamos además las casas que parecen de otro planeta, las cumbres inaccesibles, lagunas glaciares tan profundas que se “comunican con el mar”, tajos a los que nadie quiere asomarse, fuentes y manantiales que te susurran palabras inexplicables, cuevas y grutas sin fondo conocido, barrancos con una vegetación tan intrincada que oculta casi totalmente la luz, estrechas sendas que se pierden en los abismos, … El resultado es “La Alpujarra Mágica”. Entre las leyendas que tiene cada pueblo solo extraemos las más conocidas (expandir el menú de cultura y pulsar en Leyendas).

LA TUMBA DE MULEY HACEN

Una de las leyendas más conocidas de La Alpujarra es la del lugar de enterramiento de Muley Hacén -Abū al-Hasan 'Ali ben Saad- sultán del Reino Nazarí de Granada, que Pedro Antonio de Alarcón -La Alpujarra. 1873- nos la narra así: “cuentan la tradición y las historias, que, vencido y destronado el viejo MULEY HACEM por su indigno hijo, a quien la despechada AIXA, de áspero rostro y corazón de leona, había inspirado tan sacrílega usurpación; retirado con su fiel ZORAYA y con los hijos en ella habidos a un lugar escondido en las faldas de la Sierra; viéndose abandonado del resto del mundo, ciego, miserable, y próximo ya a la apetecida muerte, rogó a aquellas prendas de su alma que lo sepultasen en un paraje tan ignorado y solo, que no pudiese turbar nunca la paz de sus cenizas la vecindad de hombres vivos ni muertos; pues le causaban tal horror sus semejantes, que temía no dormir tranquilo si era enterrado cerca de otros cadáveres humanos. ZORAYA y sus hijos cumplieron religiosamente esta solemne manda, sepultando los restos del infeliz MULEY HACEM en lo más alto de la Sierra, allí donde nunca posa el hombre su planta, ni llegan jamás los rumores de la vida. Para aquel sublime sarcófago, los hielos suministraron la urna de cristal, pirámides de alabastro las sempiternas nieves, y perpetua ofrenda las nubes, respetuosamente agrupadas al pie de él, cual humo leve de quemado incienso.”

LA LAGUNA DE VACARES

Las lagunas de la alta montaña han sido objeto de multitud de leyendas y comentarios, y cuando se va a la Laguna de Vacares hay buscar una gran piedra. En “El jardín de la Princesa Cobayda” nos cuentan lo siguiente: “Yace la Laguna, que califican de traicionera, y  a la que nunca acercan sus ganados los pastores de la Sierra, en el fondo de una profunda sima, que le da aspecto terrorífico en medio de aquellas edades, rarísima vez pisadas por la planta humana, y casi siempre coronadas por un turbante de nubes. En tiempo de los moros, hubo en las alturas de Sierra Nevada un espléndido palacio, rodeado de bellísimo jardín. Eran de mármol y de serpentina las solerías, y de estucos y alicatados, como los bellos aposentos de la Alhambra las paredes. Espesas arboledas se prolongaban hasta un lejano cerco de montañas, manteniendo el palacio aislado y oculto de la curiosidad de los mortales. Allí vivía una bellísima princesa, cuyo padre, el Rey moro de Granada, la sometió recién nacida al estudio de los sabios, mandándoles descifrar el Destino de la niña en el libro de los astros. El horóscopo anunció que la princesa moriría al conocer el Amor, y el Rey, queriendo oponerse a la fatal sentencia, fabricó el palacio en el sitio más inaccesible de la Sierra, mandando que nadie se acercase a aquel lugar, donde la encerró bajo la vigilancia de una mujer de confianza: la discreta Kadiga, de los cuentos alhambreños. Pasaron los años, y la niña llegó a hacerse mujer, sin conocer más mundo que el que se contenía en aquel marco de montañas, ni más personas que las esclavas encargadas de su servicio. Un tenebroso subterráneo, cuya entrada era un misterio para todos, permitía al Rey visitar de vez en cuando aquel paraje inaccesible, y ver desde lejos a su hija, cuando oculto entre las espesuras la miraba pasar por los laberintos del jardín. Se hallaba un día Cobayda -que así se llamaba la princesa- recreándose en los bosques que limitaban el recinto de la morada, cuando apareció entre los árboles un arrogante caballero, que se había perdido en la montaña y vagaba de valle en valle sin encontrar el camino que la condujera a la ciudad. La princesa, que nunca había visto más que en sueños una figura varonil, sintió intensa emoción ante aquel joven tan apuesto. El doncel, por su parte también se enamoró, y desde entonces, y aprovechándose de la confiada seguridad en que vivían Kadiga y sus esclavas, salía todas las noches la princesa para encontrar al joven vestido de azul, junto a las frondosas alamedas del jardín. El carácter antes triste y melancólico de Cobayda, se tornó alegre y animado. Esto despertó las sospechas de Kadiga, y puesta en vigilante acecho confirmó sus temores, sorprendiendo a la enamorada pareja. Montó en cólera el Sultán al conocer la noticia, y la comprobó por sí mismo, escuchando las palabras de amor que el hermoso joven deslizaba junto al oído de la enamorada doncella. Ciego de ira el Rey moro se lanzó furioso contra la feliz pareja. Un relámpago brilló cuando el Sultán desenvainó su alfanje damasquino, y la cabeza del doncel rodó largo trecho por el suelo, hasta quedarse convertida en una piedra negruzca que aún puede reconocerse fácilmente. La princesa, asustada por aquella terrible aparición, quedó convertida en hielo, y de sus ojos brotaron tantas lágrimas que bastaron para llenar el valle y convertirlo en un lago salado -La Laguna de Vacares-, que cubrió el palacio, el valle y el jardín. El Rey, aterrado por la desesperación de aquella hija predilecta, quiso huir, pero no pudo: se había convertido en una enorme roca, que sigue enhiesta junto a la Laguna, y gime y brama cuando en las noches de furioso temporal la recorren el remordimiento y el dolor.” -FERNÁNDEZ MARTÍNEZ, F. y FERNÁNDEZ RUBIO,F. 1992-.

EL CASTAÑO Y LOS SEIS ESCUDEROS

Existen varias versiones de esta leyenda, pero la más original y con la gracia “granaína” innata que le caracterizaba, es la de Francisco Izquierdo en “El apócrifo de La Alpujarra Alta” -1969- contada por el maestro de Bubión: “EI castaño era alto como el Alto de la Cañada de las Majaíllas y recio como treinta bueyes cogidos por el ronzal. En sus ramas cabían todos los jilgueros y todas las alondras del Magalite. Por el otoño, cuando se le iban las hojas, éstas, puestas unas sobre otras, subían una docena de varas, rojas como la sangre y olorosas a canela húmeda. En tiempos, en la copa del árbol vivió un águila imperial y su corte de alcaudones, quinientos pájaros de presa con el cuello negro y la mirada redonda como el brocal de un aljibe. En tiempos, en el hueco del árbol hubo una aljama y en ella se reunían hasta veinticuatro moros importantes. En tiempos, el castaño fue telar para tejer lienzo y vivían en él diez muchachos y su madre, la hilandera. La enramada cubría un marjal y resguardaba del sol y de la lluvia a la mujer, a sus hijos y a todas las madres y sus hijos de Bubión. EI castaño era templo, plaza, alegría, velatorio, fiesta, guerra. El castaño, además, tenía poderes únicos: convertía en veletas a las serpientes que reptaban el tronco en busca de pájaros; durante las tormentas, el castaño transformaba las chispas eléctricas en arcos iris; sus sombras sanaban a los lisiados de la guerra, a los leprosos, a los estériles; su corteza, en tiempos de hambre, se hacía pan de higo. Dicen que el castaño, en la noche de San Juan, se metamorfoseaba en legión de sarracenos y cabalgaba las cumbres de Sierra Nevada con la algarabía y el estropicio de los mejores tiempos de la sublevación morisca. ¡Ay del que tropezara con el castaño convertido en animal bélico!. El Comendador de Castilla, que vino al lugar de Bubión, del que era dueño como de gran parte de las tahas de Órjiva y de Pitres, supo del castaño y de sus condiciones extranaturales. -Y eso, ¿cómo puede ser? preguntó el feudal.   -Pues siendo, -¡ea! respondió su secretario. -Mira, tú, manda razón y que le busquen averiguaciones. Hechas las averiguaciones y vistas las referencias se cayó en la cuenta de que el árbol era, aparte su madera y sus cobijas irracionales, “una cosa mala con ánima”. -Que se le juzgue por antinatural. -Sí señor. -Y por brujería. -Sí señor. -Y por planta vegetal que es demonio. Fueron necesarios seis consejeros y dos escribanos, todos expertos, amamantados por la Inquisición, cultos en el arte de las averiguaciones, duros como el pedernal y católicos desde cien generaciones. Al castaño se le puso juicio una tarde de julio, con la calor fuerte, y los jueces y los escribanos y e1 público se cocían al sol, pero no dejaron que las sombras del árbol les tocara el cuerpo. -Preguntamos si has consentido y creído que Cristo no sea Dios. “La planta no responde”, susurró un escribano. -¿Por qué no responde?-indagó el presidente. -No lo sabemos, señor presidente. -Segunda pregunta-señaló el juez mayor.   -Preguntamos si, aparte las dudas sobre la fe de Cristo, como dicho y confesado habéis por el silencio, tuvisteis fe y creísteis en la secta de Mahoma. Se hizo por segunda vez la segunda pregunta. “El árbol no responde, señor juez”, repitió el escribano correspondiente. -No responde, ¿eh? -No, señor. -Mal, muy mal. Échale otra interrogación. -Preguntamos si tenéis alguna inteligencia con espíritu maligno de los que suelen traer y convocar a lugares negros y en formas diversas. Un golpe de viento agita las hojas del castaño y de su enramada desciende un frescor a sombra y dulzura. Los presentes se apartan vivamente para que no les toque el aire impuro. -¿Es una respuesta?-quiere saber el juez mayor. -No creo, señor. Parece voluntad de Dios Nuestro Señor al mover el viento entre las ramas de una de sus criaturas. -Hazle una última pregunta y si no contesta, decidiremos. -Preguntamos si tenéis relación directa o indirecta con Zaquiel. -¿La tenéis?-insiste el segundo escribano, impaciente. -¿Qué dice? -No dice nada, señor juez. -¿Cómo es posible? -Tampoco lo entendemos nosotros-agregan los consejeros. -Mal, pero que muy mal-el juez sacude la cabeza. Bajo el calor tremendo del día de julio, los del tribunal deliberan, pero no mucho, que la sentencia era clara. EI Comendador, bajo sombrilla, que para eso es amo y señor, atiende a los justicias. “No responde, no responde”, condenan los consejeros. -¿Hacen falta más pruebas?-pregunta el amo. -Creemos que no, señor. -Pues haced justicia. En su silencio hallaréis la culpa. Quien calla, otorga. Fue sentenciado a la hoguera. Por brujería, por tratos con el Maligno, por rebelión ante la justicia, por desprecio al Comendador de Castilla. Tardó en arder completamente dos semanas justas, y en el último día de su tronco enorme, surgió un pajarraco negro que huyó a los montes blasfemando horriblemente. -¿Qué gritaba el pájaro?-pregunta el cronista a Salvorico Bu, que asiste a la historia sin pestañear. -Era una urraca. -Pero, ¿qué gritaba?-insiste el cronista. -”¡Voto a Satanás, que me quemo!”.

LEYENDAS Y CUENTOS

La realidad y la ficción se funden a veces en una tierra tan vieja como la civilización. Desde el pueblo prehistórico de la Cueva de los Murciélagos –siete mil años atrás, que añadían en sus ritos funerarios cápsulas de adormidera, posiblemente para hacer más fácil el tránsito a otro plano de existencia-, pasando por los personajes del griego Ulises, el califa Abderramán III, Muley Hacén, el Zagal, Boabdil, Abén Humeya,… y sus soldados, capitanes y caballeros que ya generan de por sí las suficientes leyendas, con sus hazañas, batallas y amoríos; le añadimos las que crea la fértil e inabarcable imaginación popular con duendes, fantasmas, brujas, princesas hechizadas, reyes enamorados, genios buenos y el de la “mala follá”, temibles diablos, molinos encantados, gigantes, negros guardianes de enormes espadas, tesoros ocultos,… y le sumamos además las casas que parecen de otro planeta, las cumbres inaccesibles, lagunas glaciares tan profundas que se “comunican con el mar”, tajos a los que nadie quiere asomarse, fuentes y manantiales que te susurran palabras inexplicables, cuevas y grutas sin fondo conocido, barrancos con una vegetación tan intrincada que oculta casi totalmente la luz, estrechas sendas que se pierden en los abismos, … El resultado es “La Alpujarra Mágica”. Entre las leyendas que tiene cada pueblo solo extraemos las más conocidas (expandir el menú de cultura y pulsar en Leyendas).

LA TUMBA DE MULEY HACEN

Una de las leyendas más conocidas de La Alpujarra es la del lugar de enterramiento de Muley Hacén -Abū al- Hasan 'Ali ben Saad- sultán del Reino Nazarí de Granada, que Pedro Antonio de Alarcón -La Alpujarra. 1873- nos la narra así: “cuentan la tradición y las historias, que, vencido y destronado el viejo MULEY HACEM por su indigno hijo, a quien la despechada AIXA, de áspero rostro y corazón de leona, había inspirado tan sacrílega usurpación; retirado con su fiel ZORAYA y con los hijos en ella habidos a un lugar escondido en las faldas de la Sierra; viéndose abandonado del resto del mundo, ciego, miserable, y próximo ya a la apetecida muerte, rogó a aquellas prendas de su alma que lo sepultasen en un paraje tan ignorado y solo, que no pudiese turbar nunca la paz de sus cenizas la vecindad de hombres vivos ni muertos; pues le causaban tal horror sus semejantes, que temía no dormir tranquilo si era enterrado cerca de otros cadáveres humanos. ZORAYA y sus hijos cumplieron religiosamente esta solemne manda, sepultando los restos del infeliz MULEY HACEM en lo más alto de la Sierra, allí donde nunca posa el hombre su planta, ni llegan jamás los rumores de la vida. Para aquel sublime sarcófago, los hielos suministraron la urna de cristal, pirámides de alabastro las sempiternas nieves, y perpetua ofrenda las nubes, respetuosamente agrupadas al pie de él, cual humo leve de quemado incienso.”

LA LAGUNA DE VACARES

Las lagunas de la alta montaña han sido objeto de multitud de leyendas y comentarios, y cuando se va a la Laguna de Vacares hay buscar una gran piedra. En “El jardín de la Princesa Cobayda” nos cuentan lo siguiente: “Yace la Laguna, que califican de traicionera, y  a la que nunca acercan sus ganados los pastores de la Sierra, en el fondo de una profunda sima, que le da aspecto terrorífico en medio de aquellas edades, rarísima vez pisadas por la planta humana, y casi siempre coronadas por un turbante de nubes. En tiempo de los moros, hubo en las alturas de Sierra Nevada un espléndido palacio, rodeado de bellísimo jardín. Eran de mármol y de serpentina las solerías, y de estucos y alicatados, como los bellos aposentos de la Alhambra las paredes. Espesas arboledas se prolongaban hasta un lejano cerco de montañas, manteniendo el palacio aislado y oculto de la curiosidad de los mortales. Allí vivía una bellísima princesa, cuyo padre, el Rey moro de Granada, la sometió recién nacida al estudio de los sabios, mandándoles descifrar el Destino de la niña en el libro de los astros. El horóscopo anunció que la princesa moriría al conocer el Amor, y el Rey, queriendo oponerse a la fatal sentencia, fabricó el palacio en el sitio más inaccesible de la Sierra, mandando que nadie se acercase a aquel lugar, donde la encerró bajo la vigilancia de una mujer de confianza: la discreta Kadiga, de los cuentos alhambreños. Pasaron los años, y la niña llegó a hacerse mujer, sin conocer más mundo que el que se contenía en aquel marco de montañas, ni más personas que las esclavas encargadas de su servicio. Un tenebroso subterráneo, cuya entrada era un misterio para todos, permitía al Rey visitar de vez en cuando aquel paraje inaccesible, y ver desde lejos a su hija, cuando oculto entre las espesuras la miraba pasar por los laberintos del jardín. Se hallaba un día Cobayda -que así se llamaba la princesa- recreándose en los bosques que limitaban el recinto de la morada, cuando apareció entre los árboles un arrogante caballero, que se había perdido en la montaña y vagaba de valle en valle sin encontrar el camino que la condujera a la ciudad. La princesa, que nunca había visto más que en sueños una figura varonil, sintió intensa emoción ante aquel joven tan apuesto. El doncel, por su parte también se enamoró, y desde entonces, y aprovechándose de la confiada seguridad en que vivían Kadiga y sus esclavas, salía todas las noches la princesa para encontrar al joven vestido de azul, junto a las frondosas alamedas del jardín. El carácter antes triste y melancólico de Cobayda, se tornó alegre y animado. Esto despertó las sospechas de Kadiga, y puesta en vigilante acecho confirmó sus temores, sorprendiendo a la enamorada pareja. Montó en cólera el Sultán al conocer la noticia, y la comprobó por sí mismo, escuchando las palabras de amor que el hermoso joven deslizaba junto al oído de la enamorada doncella. Ciego de ira el Rey moro se lanzó furioso contra la feliz pareja. Un relámpago brilló cuando el Sultán desenvainó su alfanje damasquino, y la cabeza del doncel rodó largo trecho por el suelo, hasta quedarse convertida en una piedra negruzca que aún puede reconocerse fácilmente. La princesa, asustada por aquella terrible aparición, quedó convertida en hielo, y de sus ojos brotaron tantas lágrimas que bastaron para llenar el valle y convertirlo en un lago salado -La Laguna de Vacares-, que cubrió el palacio, el valle y el jardín. El Rey, aterrado por la desesperación de aquella hija predilecta, quiso huir, pero no pudo: se había convertido en una enorme roca, que sigue enhiesta junto a la Laguna, y gime y brama cuando en las noches de furioso temporal la recorren el remordimiento y el dolor.” -FERNÁNDEZ MARTÍNEZ, F. y FERNÁNDEZ RUBIO,F. 1992-.

EL CASTAÑO Y LOS SEIS ESCUDEROS

Existen varias versiones de esta leyenda, pero la más original y con la gracia “granaína” innata que le caracterizaba, es la de Francisco Izquierdo en “El apócrifo de La Alpujarra Alta” -1969- contada por el maestro de Bubión: “EI castaño era alto como el Alto de la Cañada de las Majaíllas y recio como treinta bueyes cogidos por el ronzal. En sus ramas cabían todos los jilgueros y todas las alondras del Magalite. Por el otoño, cuando se le iban las hojas, éstas, puestas unas sobre otras, subían una docena de varas, rojas como la sangre y olorosas a canela húmeda. En tiempos, en la copa del árbol vivió un águila imperial y su corte de alcaudones, quinientos pájaros de presa con el cuello negro y la mirada redonda como el brocal de un aljibe. En tiempos, en el hueco del árbol hubo una aljama y en ella se reunían hasta veinticuatro moros importantes. En tiempos, el castaño fue telar para tejer lienzo y vivían en él diez muchachos y su madre, la hilandera. La enramada cubría un marjal y resguardaba del sol y de la lluvia a la mujer, a sus hijos y a todas las madres y sus hijos de Bubión. EI castaño era templo, plaza, alegría, velatorio, fiesta, guerra. El castaño, además, tenía poderes únicos: convertía en veletas a las serpientes que reptaban el tronco en busca de pájaros; durante las tormentas, el castaño transformaba las chispas eléctricas en arcos iris; sus sombras sanaban a los lisiados de la guerra, a los leprosos, a los estériles; su corteza, en tiempos de hambre, se hacía pan de higo. Dicen que el castaño, en la noche de San Juan, se metamorfoseaba en legión de sarracenos y cabalgaba las cumbres de Sierra Nevada con la algarabía y el estropicio de los mejores tiempos de la sublevación morisca. ¡Ay del que tropezara con el castaño convertido en animal bélico!. El Comendador de Castilla, que vino al lugar de Bubión, del que era dueño como de gran parte de las tahas de Órjiva y de Pitres, supo del castaño y de sus condiciones extranaturales. -Y eso, ¿cómo puede ser? preguntó el feudal.   -Pues siendo, -¡ea! respondió su secretario. -Mira, tú, manda razón y que le busquen averiguaciones. Hechas las averiguaciones y vistas las referencias se cayó en la cuenta de que el árbol era, aparte su madera y sus cobijas irracionales, “una cosa mala con ánima”. -Que se le juzgue por antinatural. -Sí señor. -Y por brujería. -Sí señor. -Y por planta vegetal que es demonio. Fueron necesarios seis consejeros y dos escribanos, todos expertos, amamantados por la Inquisición, cultos en el arte de las averiguaciones, duros como el pedernal y católicos desde cien generaciones. Al castaño se le puso juicio una tarde de julio, con la calor fuerte, y los jueces y los escribanos y e1 público se cocían al sol, pero no dejaron que las sombras del árbol les tocara el cuerpo. -Preguntamos si has consentido y creído que Cristo no sea Dios. “La planta no responde”, susurró un escribano. -¿Por qué no responde?-indagó el presidente. -No lo sabemos, señor presidente. -Segunda pregunta-señaló el juez mayor.   -Preguntamos si, aparte las dudas sobre la fe de Cristo, como dicho y confesado habéis por el silencio, tuvisteis fe y creísteis en la secta de Mahoma. Se hizo por segunda vez la segunda pregunta. “El árbol no responde, señor juez”, repitió el escribano correspondiente. -No responde, ¿eh? -No, señor. -Mal, muy mal. Échale otra interrogación. -Preguntamos si tenéis alguna inteligencia con espíritu maligno de los que suelen traer y convocar a lugares negros y en formas diversas. Un golpe de viento agita las hojas del castaño y de su enramada desciende un frescor a sombra y dulzura. Los presentes se apartan vivamente para que no les toque el aire impuro. -¿Es una respuesta?-quiere saber el juez mayor. -No creo, señor. Parece voluntad de Dios Nuestro Señor al mover el viento entre las ramas de una de sus criaturas. -Hazle una última pregunta y si no contesta, decidiremos. -Preguntamos si tenéis relación directa o indirecta con Zaquiel. -¿La tenéis?-insiste el segundo escribano, impaciente. -¿Qué dice? -No dice nada, señor juez. -¿Cómo es posible? -Tampoco lo entendemos nosotros-agregan los consejeros. -Mal, pero que muy mal-el juez sacude la cabeza. Bajo el calor tremendo del día de julio, los del tribunal deliberan, pero no mucho, que la sentencia era clara. EI Comendador, bajo sombrilla, que para eso es amo y señor, atiende a los justicias. “No responde, no responde”, condenan los consejeros. -¿Hacen falta más pruebas?-pregunta el amo. -Creemos que no, señor. -Pues haced justicia. En su silencio hallaréis la culpa. Quien calla, otorga. Fue sentenciado a la hoguera. Por brujería, por tratos con el Maligno, por rebelión ante la justicia, por desprecio al Comendador de Castilla. Tardó en arder completamente dos semanas justas, y en el último día de su tronco enorme, surgió un pajarraco negro que huyó a los montes blasfemando horriblemente. -¿Qué gritaba el pájaro?-pregunta el cronista a Salvorico Bu, que asiste a la historia sin pestañear. -Era una urraca. -Pero, ¿qué gritaba?-insiste el cronista. -”¡Voto a Satanás, que me quemo!”.
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